Neil Gaiman: Por qué nuestro futuro depende de las bibliotecas, de que leamos y de que soñemos despiertos

Para ver la versión original (Periódico The Guardian), click aquí.

Una charla que explica por qué es obligado que todos usemos la imaginación, y que pongamos los medios para que los demás también la usen. Siempre es importante saber de qué lado está cada uno, y por qué, y si una opinión está condicionada o no. Algo así como una declaración de intereses del hablante. De modo que os diré que os voy a hablar sobre la lectura. Os voy a contar que las bibliotecas son importantes. Voy a sugerir que leer obras de ficción, que leer por mero placer, es una de las cosas más importantes que se pueden hacer. Voy a hacer un alegato apasionado para que la gente entienda qué son las bibliotecas y los bibliotecarios, y que merecen ser protegidos.

Evidentemente, mi opinión está condicionada, y mucho: soy escritor, y en muchos casos escribo ficción. Escribo para niños y adultos. Llevo 30 años ganándome la vida con las palabras, en la mayoría de los casos inventándome cosas y poniéndolas por escrito. Es obvio que tengo interés en que la gente lea, que lea ficción, que las bibliotecas y los bibliotecarios sigan ahí y que fomenten el amor por la lectura y por los lugares donde se lee.

Así que mi opinión está condicionada por el hecho de ser autor. Pero más aún lo está por ser lector. Y mucho más aún por ser ciudadano británico.

Y aquí estoy esta noche, dando esta charla bajo los auspicios de la Reading Agency, organización de beneficencia cuya misión es dar a todo el mundo las mismas oportunidades ayudando a la gente a convertirse en lectores entusiastas y seguros de sí mismos. Que subvenciona programas de alfabetización, las bibliotecas y a los individuos, y que defiende abierta y encarnizadamente la actividad de la lectura. Porque, tal como nos dicen, todo cambia cuando leemos. Y es de ese cambio, y de la actividad de la lectura, de lo que voy a hablaros esta noche. Quiero hablar de lo que hace la lectura. De lo que nos aporta.

Una vez, estaba yo en Nueva York asistiendo a una charla sobre la construcción de cárceles privadas, sector en enorme crecimiento en Estados Unidos. La industria de las prisiones necesita planificar su futuro crecimiento: ¿Cuántas celdas se necesitarán? ¿Cuántos reclusos habrá dentro de 15 años? Y descubrieron que podían predecirlo usando un sencillo algoritmo, preguntando qué porcentaje de niños de 10 y 11 años no sabían leer –y, por supuesto, no leían por placer.

No es una relación directa: no se puede decir que en una sociedad culta no hay delincuencia. Pero existe más de una correlación innegable. Y creo que alguna de esas correlaciones, las más simples, proceden de algo muy sencillo. La gente culta lee ficción. La ficción tiene dos efectos. En primer lugar, es una droga que incita a la lectura. La necesidad de saber qué pasará después, de pasar la página, de seguir adelante, aunque se esté sufriendo, porque alguien lo está pasando mal y tienes que saber cómo va a acabar… es un estímulo muy potente. Y te obliga a aprender nuevas palabras, a pensar en ideas nuevas, a seguir adelante. A descubrir que la lectura es agradable en sí misma. Una vez has aprendido eso, estás preparado para leerlo todo. Y leer es esencial. Hace unos años hubo quien sugirió que estamos viviendo en un mundo postalfabetizado, en el que la capacidad de interpretar la palabra escrita es, de algún modo, redundante, pero esos días han quedado atrás; la palabra es más importante de lo que lo ha sido nunca: nos orientamos por el mundo con palabras, y aunque el mundo se vaya integrando en la red, necesitamos seguir adelante, comunicarnos y comprender lo que

estamos leyendo. Las personas que no sean capaces de entenderse unas a otras no son capaces de intercambiar ideas, de comunicarse, y los programas de traducción tienen un alcance limitado.

El modo más sencillo de asegurarse de que criamos a niños cultos es enseñarles a leer, y enseñarles que la lectura es una actividad agradable. Y eso significa, como mínimo, buscar libros que puedan disfrutar, darles acceso a esos libros y dejar que los lean. Yo no creo que existan libros malos para los niños. De vez en cuando se pone de moda entre los adultos señalar una serie de libros infantiles, quizá un género, o un autor, y declararlos malos para los niños, libros que habría que evitar que leyeran. Lo he visto una y otra vez. A Enid Blyton la declararon una autora perniciosa, igual que a R.L.

Stine, y decenas de otros autores. Y se ha sostenido que los cómics alimentaban la incultura. No existen autores malos para los niños… Los Famosos Cinco, de Enid Blyton.

Es una tontería y un esnobismo. No existen autores malos para los niños, si los niños quieren leerlos y los buscan, porque cada niño es diferente. Pueden encontrar las historias que buscan, y ellos se adaptan a esas ideas. Una idea trillada y estereotipada no es trillada y estereotipada para ellos, si es la primera vez que se encuentran con ella. No hay que desalentar a los niños que quieren leer porque pensemos que esté mal. Los libros de ficción que no nos gustan pueden ser una vía de acceso a otros libros que nos gusten más. Y no todos tenemos los mismos gustos.

Un adulto bien intencionado puede destruir fácilmente la pasión de un niño por la lectura: si se les impide leer lo que le gusta, o se les da a leer libros profundos pero aburridos, los equivalentes actuales de la literatura victoriana “mejorada”, acabaremos con una generación convencida de que leer “no mola” o, peor aún, que es algo desagradable.

Necesitamos que nuestros niños vayan subiendo por la escalera de la lectura: cualquier cosa que disfruten leyendo les hará ir subiendo peldaños hacia la cultura. (Tampoco hay que hacer lo que hizo este escritor cuando a su hija de 11 años le cogió afición a R.L. Stine, que le pasó un ejemplar de Carrie, de Stephen King, y le dijo: “¡Si te gustan esos libros, te encantará este!”. Durante el resto de su adolescencia, Holly no leyó más que plácidas historias de granjeros viviendo en las praderas americanas, y aún me mira mal cada vez que se menciona el nombre de Stephen King).

El segundo efecto que tiene la ficción es el de crear empatía. Cuando vemos la televisión o una película, estamos viendo cosas que le pasan a otras personas. La ficción en prosa es algo que construyes a partir de 26 letras, un puñado de signos de puntuación, y tu propia imaginación, creando un mundo y unos personajes y mirando a través de sus ojos. Acabas sintiendo cosas, visitando lugares y mundos que de otro modo nunca conocerías. Aprendes que todos los emás

también son un “yo”. Eres otra persona, y cuando vuelves a tu mundo, vuelves algo cambiado. La empatía es una herramienta útil para que la gente pueda hacer grupos, para funcionar como algo más que individuos egocentristas. Al leer, también descubres algo de importancia vital para abrirte paso por el mundo y es esto:

El mundo no tiene por qué ser así. Las cosas pueden ser diferentes. En 2007 yo estaba en China, en la primera convención de ciencia ficción y fantasía aprobada por el Partido de la historia china. Y en un momento dado cogí a un alto funcionario por mi cuenta y le pregunté:

¿Por qué? La ciencia ficción había sido prohibida durante mucho tiempo. ¿Qué era lo que había cambiado?

Muy sencillo, me dijo. A los chinos se les daba estupendamente hacer cosas si otros les presentaban los planos. Pero no innovaban, no inventaban. No imaginaban. Así que enviaron una delegación a Estados Unidos, a Apple, a Microsoft, a Google, y le preguntaron sobre sí mismos a las personas que estaban allí, inventando el futuro. Y observaron que la mayoría habían leído ciencia ficción en su infancia.

La ficción te puede enseñar un mundo diferente. Puede llevarte a sitios en los que nunca has estado. Una vez has visitado otros mundos, como los que han volado entre las hadas, nunca puedes volver a estar contento con el mundo en el que has crecido. El descontento es algo bueno: la gente descontenta puede modificar y mejorar su mundo, y dejarlo mejor, dejarlo diferente. Y, hablando de esto, me gustaría decir unas palabras sobre el escapismo. He oído hablar del término como si fuera algo malo. Como si la ficción “escapista” fuera un opiáceo barato usado por los embarullados, los tontos y los crédulos, y como si la única ficción que valiera la pena, sea para adultos o para niños, sea la mimética, la que refleja lo peor del mundo en el que se encuentra el lector. Si os encontrarais atrapados en una situación imposible, en un lugar desagradable, con personas que os quisieran hacer daño, y alguien os ofreciera una vía de escape temporal, ¿por qué no ibais a tomarla?

Pues la ficción escapista es exactamente eso: una ficción que te abre una puerta, que deja ver la luz del exterior, que te da un lugar al que ir donde tienes el control, donde te acompaña la gente con la que quieres estar (y los libros son lugares reales, que nadie se engañe) y, sobre todo, durante la escapada los libros también te dan conocimiento sobre el mundo y sus amenazas, te dan armas, te dan defensas: cosas reales que puedes llevarte después a tu prisión.

Habilidades, conocimientos y herramientas que puedes usar para escapar de verdad. Tal como nos recordaba J.R.R. Tolkien, las únicas personas que critican el escapismo son los carceleros.

Otra forma de destruir la afición de un niño por la lectura, por supuesto, es que no tenga ningún libro a su alrededor. Y no proporcionarle ningún sitio donde leer esos libros. Yo tuve suerte. Cuando era niño, tenía una biblioteca excelente en mi barrio. Y no me costaba convencer a mis padres para que me dejaran en la biblioteca de camino al trabajo durante las vacaciones de verano; además contaba con unos bibliotecarios a los que les importaba tener a un niño solo merodeando por la sección infantil cada mañana, consultando el catálogo de fichas en busca de libros con fantasmas, magia o cohetes, en busca de vampiros, detectives, brujas y hechizos. Y cuando acabé con la sección infantil, empecé con los libros para adultos. Eran buenos bibliotecarios. Les gustaban los libros, y les gustaba que la gente leyera. Me enseñaron a pedir títulos de otras bibliotecas en préstamo. No juzgaban nada de lo que leía. Simplemente parecían contentos de ver a aquel niño pequeño de ojos curiosos que disfrutaba

leyendo, y me hablaban de los libros que leía, me buscaban otros libros de la misma serie, me ayudaban si podían. Me trataron como a cualquier otro lector –ni más ni menos–, lo que significaba que me trataron con respeto. A los ocho años no estaba acostumbrado a que me trataran con respeto.

Pero las bibliotecas son territorio de libertades. Libertad de leer, libertad de ideas, libertad de comunicación. Son un lugar de aprendizaje (que no es un proceso que acaba cuando salimos del colegio o la universidad), de entretenimiento, de creación de espacios seguros, y de acceso a la información. Me preocupa que, en el siglo XXI, la gente malinterprete lo que son las bibliotecas y sus objetivos. Si se percibe una biblioteca como una serie de estanterías llenas de libros, puede parecer algo anticuado, en un mundo en el que la mayoría de los libros impresos –no todos– existen también en formato digital. Pero es pasar por alto lo más básico.

En mi opinión, lo esencial del asunto tiene que ver con la naturaleza de la información. La información tiene valor y disponer de la información correcta tiene un valor enorme. Durante toda la historia de la humanidad, hemos vivido en la escasez de información, y tener la información necesaria siempre ha sido importante, y siempre ha tenido un valor: cuándo plantar las cosechas, dónde encontrar los recursos, los mapas, las historias y los relatos… siempre han sido un medio para no pasar nunca hambre ni estar solo. La información era algo valioso, y los que la tenían o podían obtenerla, cobraban por ello. En los últimos años hemos pasado de una economía de escasez informativa a otra impulsada por una superabundancia de información. Según Eric Schmidt, de Google, cada dos días la raza humana crea una cantidad de información equivalente a la que produjimos desde el nacimiento de la civilización hasta 2003. Es son unos cinco exabytes de datos al día, para quien quiera la cifra exacta. El desafío ahora no es encontrar esa planta tan poco común que crece en el desierto, sino encontrar una planta específica que crece en una jungla. Vamos a necesitar ayuda para orientarnos entre tanta información, para llegar a lo que realmente buscamos.

Las bibliotecas son lugares a los que la gente acude en busca de información. Los libros no son más que la punta del iceberg de la información: están ahí, y las bibliotecas proporcionan libros libre y legalmente. Hoy en día hay más niños que nunca que toman prestados libros de las bibliotecas, libros de todos tipos: en papel, en formato digital o audiolibros. Pero las bibliotecas también son lugares donde la gente que no tiene ordenador, que quizá no tenga conexión a internet, puede conectarse a la red sin pagar nada, algo enormemente importante cuando los mecanismos para encontrar un trabajo, presentar una solicitud de trabajo o solicitar prestaciones se están informatizando cada vez más. Los bibliotecarios pueden ayudar a esas personas a orientarse por el mundo. Yo no creo que todos los libros acaben convirtiéndose en un texto en pantalla, ni que deban hacerlo: tal como me señaló Douglas Adams una vez, más de 20 años antes de que naciera el Kindle, un libro físico es como un tiburón. Los tiburones son antiguos: ya había tiburones en los océanos antes de que parecieran los dinosaurios. Y el motivo de que aún existan los tiburones es que a los tiburones se les da mejor ser tiburones que a ningún otro ser. Los libros físicos son duros, difíciles de destruir, resistentes a la playa, no necesitan baterías, y resultan agradables al tacto: se les da bien ser libros, y siempre tendrán un lugar. Su sitio son las bibliotecas, igual que las bibliotecas se han convertido en lugares donde se puede acceder a los ebooks, a los audiolibros, a los DVD y a contenidos en internet.

Una biblioteca es un almacén de información que permite el acceso a cualquier ciudadano por igual. Eso incluye información sobre salud. Y sobre salud mental. Es un espacio comunitario. Es un lugar seguro, un reducto de paz donde aislarse del mundo. Es un lugar con bibliotecarios. Y lo que tendríamos que hacer ahora es ir imaginándonos cómo serán las bibliotecas del futuro.

La alfabetización es más importante que nunca, en este mundo de textos e emails, en un mundo de información escrita. Necesitamos leer y escribir, necesitamos ciudadanos globales que sepan leer bien, comprender lo que leen, entender los matices y hacerse entender.

Las bibliotecas son las puertas al futuro. Así que es una desgracia ver que, en todo el mundo, las autoridades locales aprovechan cualquier oportunidad para cerrar bibliotecas como recurso fácil para ahorrar dinero, sin darse cuenta de que están robándolo del futuro para pagar las cuentas de hoy. Están cerrando unas puertas que deberían permanecer abiertas. Según un estudio reciente elaborado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, Inglaterra es el “único país donde el grupo de edad más avanzada presenta un mayor dominio del lenguaje y de los números que el grupo más joven del espectro, independientemente de otros factores, como género, contexto socioeconómico u ocupación”.

Dicho de otro modo, nuestros hijos y nietos son menos cultos y menos hábiles con los números que nosotros. Tienen más dificultades para moverse por el mundo, para comprenderlo y solucionar problemas. Es más fácil que les mientan y les engañen, tienen menos posibilidades de cambiar el mundo en el que se encuentran, de encontrar trabajo.

Todas esas cosas. Y, como país, Inglaterra caerá por detrás de otros países desarrollados porque le faltará mano de obra cualificada. Los libros son también el medio con el que nos comunicamos con los muertos, por el que aprendemos lecciones de los que y no están con nosotros, el modo en que ha crecido la humanidad, en que ha progresado, en que ha aumentado sus conocimientos, para que no tengamos que reaprenderlo todo una y otra vez. Hay relatos que son más antiguos que la mayoría de los países, relatos que han sobrevivido al paso de las culturas y a los edificios en los que se contaron por primera vez.

Creo que tenemos responsabilidades de cara al futuro. Responsabilidades y obligaciones para con los niños, para con los adultos en que se convertirán esos niños, para con el mundo en el que tendrán que vivir. Todos nosotros –como lectores, como escritores, como ciudadanos– tenemos obligaciones. Y he pensado que voy a intentar señalar algunas de ellas. Creo que tenemos la obligación de leer por placer, en lugares públicos y privados. Si leemos por placer, si otras personas nos ven leer, aprenderemos, ejercitaremos nuestra imaginación. Les enseñaremos a los demás que leer es algo bueno.

Tenemos la obligación de dar apoyo a las bibliotecas. De usarlas, de animar a otros a que las usen, de protestar cuando las cierren. Si no valoramos las bibliotecas, no valoramos la información, la cultura o la sabiduría. Estamos silenciando las voces del pasado y causando un daño de cara al futuro. Tenemos la obligación de leerles a nuestros niños. Leerles cosas que les gusten. Leerles cuentos de los que ya estamos hartos. Poner voces, hacerlos interesantes, y no dejar de leerles solo porque ellos ya hayan aprendido a leer por sí mismos. Hay que usar el tiempo de lectura en voz alta como un tiempo para afianzar vínculos, sin mirar el teléfono, dejando de lado las distracciones del mundo.

Tenemos la obligación de usar el lenguaje. De esforzarnos y buscar el significado de las palabras y su uso correcto, de comunicarnos con claridad, de decir lo que queremos decir. Tenemos que evitar que el lenguaje se congele, evitar fingir que es algo muerto que debemos reverenciar, y utilizarlo como algo vivo, que fluye, que incorpora palabras, que permite que los significados y las pronunciaciones de las palabras cambien con el tiempo.

Nosotros, los escritores –y especialmente los que escribimos para niños, pero  también el resto– tenemos una obligación de cara a nuestros lectores: es la obligación de escribir cosas de verdad, especialmente cuando inventamos historias sobre personas que no existen en lugares que nunca existieron, entendiendo que la verdad no está en lo que sucede, sino en lo que nos explica cómo somos. Al fin y al cabo, la ficción es la mentira que cuenta la verdad. Tenemos la obligación de no aburrir a nuestros lectores, de hacer que sientan la necesidad de ir pasando páginas. Una de las mejores curas para un lector poco decidido es una historia que no pueda dejar de leer. Y aunque debemos decirles cosas de verdad a nuestros lectores, y darles armas y protecciones, y transmitirles toda la sabiduría que podamos haber recogido de nuestra breve estancia en este verde mundo, tenemos la obligación de no dar sermones ni lecciones, de no forzarles a digerir moralejas y mensajes como los pájaros que alimentan a sus pequeños metiéndoles en el gaznate lombrices previamente masticadas; y tenemos la obligación de nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia, escribir nada para niños que no quisiéramos leer nosotros mismos.

Tenemos la obligación de entender y reconocer que, como escritores de obras para niños, estamos haciendo una labor importante, porque si metemos la pata y escribimos libros aburridos que aparten a los niños de la lectura y de los libros, habremos menoscabado nuestro propio futuro y cercenado el suyo. Todos nosotros –adultos y niños, escritores y lectores– tenemos la obligación de dejar volar la imaginación. De soñar despiertos. Es fácil fingir que nadie puede cambiar nada, que estamos en un mundo en el que la sociedad es enorme y los individuos son menos que nada: un átomo en un muro, un grano de arroz en un arrozal. Pero lo cierto es que los individuos cambian el mundo una y otra vez, los individuos fabrican el futuro, y lo hacen imaginando que las cosas pueden cambiar.

Mirad a vuestro alrededor: lo digo de verdad. Haced una pausa y mirad por un momento la sala en la que os encontráis. Voy a señalar algo tan obvio que solemos olvidarlo. Y es esto: que todo lo que veis, incluidas estas paredes, en algún momento fue imaginado. Alguien decidió que era más fácil sentarse en una silla que en el suelo, y se imaginó la silla. Alguien tuvo que imaginar un modo de que yo pudiera hablaros ahora mismo en Londres sin que nos cayera la lluvia encima.

Esta sala y las cosas que contiene, así como el resto de cosas de este edificio, de esta ciudad, existen porque –una y otra vez– hubo gente que imaginó cosas. Tenemos la obligación de hacer que las cosas sean bonitas. De no dejar el mundo más feo de lo que lo encontramos, de no vaciar los océanos, de no dejar nuestros problemas a la generación siguiente.

Tenemos la obligación de limpiar nuestra basura, de no dejarles a nuestros hijos un mundo que, por falta de previsión, hemos estropeado, alterado y mermado. Tenemos la obligación de decirles a nuestros políticos lo que queremos, votar en contra de los políticos o los partidos que no entiendan el valor de la lectura en la formación de ciudadanos de mayor valor, en contra de los que no quieren actuar para conservar y proteger el conocimiento y fomentar la cultura. No es una cuestión de política de partido. Es una cuestión de simple humanidad.

Una vez le preguntaron a Albert Einstein cómo hacer que los niños fueran inteligentes. Su respuesta fue a la vez simple y sabia: “Si quieren que sus hijos sean inteligentes –dijo–, léanles cuentos de hadas. Si quieren que sean más inteligentes, léanles más cuentos de hadas”. Él comprendió el valor de la lectura, y de la imaginación.

Espero que podamos dejarles a nuestros hijos un mundo en el que puedan leer, en el que se les lea, en el que imaginen y en el que comprendan.

Esta es una versión editada de la conferencia ofrecida por Neil Gaiman para la Reading Agency, el lunes 14 de octubre en el Barbican Centre (Londres). La serie de conferencias anuales de la Reading Agency nació en 2012 como plataforma para que escritores y pensadores pudieran compartir ideas originales y estimulantes sobre la lectura y las bibliotecas.  

Documento publicado por The Guardian y traducido por Roca editorial para la web
www.neilgaiman.es